viernes, 31 de julio de 2009

Cuando llega agosto


Cada año por estas fechas me acuerdo de lo que fueran otros veranos, hace tantos veranos.

En mi época estudiantil agosto significaba el meridiano de las vacaciones, un mes lleno de tormentas veraniegas en el campo, de amigos que se incorporaban a la panda tardiamente. Qué largos descansos estivales eran aquéllos.

Ahora es radicalmente distinto.
Mido estas fechas por semanas pues cada persona que conozco parte su descanso en quincenas. Por poco he de llevar una agenda de encuentros si quiero coincidir con mis gentes. Yo misma organizo viajes fuera de época, aunque arrastre la pesada carga del ordenador en cada uno de ellos por aquéllo de no sentirme demasiado mal con mi sentido de la responsabilidad.

Ahora bien, agosto es agosto. Ahora entiendo qué significaba este mes para mis mayores cuando yo apenas pensaba mas allá de mi bici y la piscina. Es el mes en que todo se cierra. Y yo encantada, porque durante 31 días no espero recibir emails ni llamaditas en la siesta de gente que me sería non grata.
Ahora vengan a mí las musas de la Literatura y la Música, vengan mis amigos de visita a esta casa serrana, vengan sobrinos, cervezas, meriendas, sol y agua, kilos de más, pieles tostadas.

Durante cuatro semanas pensaré como aquel escritor que lamentaba haber perdido fuerzas y tiempo en los humanos afanes. Hay demasiadas cosas bellas a mi alcance. Debería echar mano de estos pensamientos también cuando no sea agosto.


martes, 28 de julio de 2009

De orfidales y otros remedios


Mi ausencia de estos días en el blog y en otros tiene sus motivos, que, al ser tantos, no viene a cuento enumerar. Lo siento, con esa punzada en las entrañas que te recuerda que estás faltando a un deber. Así mirado y sentido no resulta de ser chocante cómo tendemos a crearnos ataduras, trabajos, querencias y ligazones que nos envuelven y cortan las alas, de modo que, a las dificultades propias de la vida, le añadimos pequeñeces, o no tan pequeñeces.

Voy arrastrando una encruzijada personal mezclada con laboral (pues ambas son inseparables de hecho) y, dada mi forma de ser, también las mezclaría aunque no tuvieran absolutamente nada que ver. Qué asco de forma de ser, tan bien compartimentada y tan bien comunicada entre sí. Con lo mal ingeniero de de telecomunicaciones que yo sería y, sin embargo, qué bien me las he apañado para crearme unas conexiones dignas del Pentágono.
A lo que voy: que estoy que no duermo. Literalmente.

Amigas mías me recomendaron muy seguras "toma Orfidal". Y yo fuí muy inocentemente a comprarlo a la farmacia. ¡Ja! Si no hay receta, no hay Orfidal. Y yo no quiero ir al médico para un trastorno pasajero. Hace unos días, una farmacéutica de pueblo me regaló cinco pastillitas de tan milagroso brebaje para que hiciera la prueba, pero las he perdido entre los papeles -tan poco abultaban las benditas- así que estoy pasando mi vía dolorosa a pelo, como hacen los machotes.
Qué orgullosa me siento...
¡Y una porra! Lo que estoy es fastidiada por mi mala cabeza e irresponsabilidad, que no es sano ni cabal ir dejando pastillas a la buena de Dios, para que caigan en manos de cualquier desalmado. Y que encima ese desalmado tenga dulces sueños a costa de mis madrugadas en vela.
R. dice que haber perdido el Orfidal es señal de que no me convenía tomarlo, ni siquiera probarlo.
Pues vale. Yo, por si acaso, he decidido sustituirlo por una copa de vino antes de acostarme. Y tan ricamente que he dormido esta noche siete horas de un tirón. Viva el crianza del año 2002 con el que inicié anoche esta báquica ruta hacia Morfeo.

martes, 14 de julio de 2009

La sabionda sin pies


De vuelta en el tren de Murcia, donde me habían dejado mis buenos amigos tras pasar unos beatíficos días en su casa de Almería, me enfrasqué en las Confesiones y Memorias de Heinrich Heine.
Cuenta Heine que, perdidos sus derechos de autor en las reediciones de su obra De l´Allemagne, y dado que consideraba criminales los errores que había hallado a posteriori, no le quedaba otra solución que incrustar un prólogo aclaratorio purgando sus faltas. El prólogo me parece excelso, pero sería interminable colocar una entrada con todo él.
Me tomo la licencia de transcribir algunos párrafos a sabiendas de que, al propio Heine, le parecería estupendo que alguien recordara esta expiación algún siglo después:
"....Además, en la Biblia hay historias muy bellas y curiosas, que valdría la pena que se tuvieran en cuenta; por ejemplo, justo al principio, la historia del árbol prohibido del paraíso y la serpiente, la pequeña catedrática que ya, seis mil años antes del nacimiento de Hegel, refirió toda la filosofía hegeliana. Esa sabionda sin pies demostró con mucha agudeza cómo lo absoluto consiste en la identidad de ser y conocer, cómo el hombre se convierte en Dios a través del conocimiento o, lo que es lo mismo, cómo Dios llega a tener conciencia de sí mismo en el hombre. Esta formulación no es tan clara como las palabras originales: ¡ si habéis disfrutado del árbol del conocimiento, seréis como Dios !
De toda la demostración la señora Eva sólo comprendió una cosa: que la fruta estaba prohibida, y porque estaba prohibida, comió de ella, la buena mujer. Pero, apenas acababa de comer de la seductora manzana, perdió su inocencia, su ingenua espontaneidad; vió que estaba demasiado desnuda para una persona de su posición, la madre de tantos emperadores y reyes futuros, y pidió un vestido. Claro que sólo un vestido de hojas de parra, porque por aquel entonces aún no había nacido ningún fabricante de seda de Lyon, y porque en el paraíso tampoco había maquilladoras ni modistas.
¡Oh paraíso, qué curioso! ¡ En cuanto la mujer tiene conciencia pensante, su primer pensamiento es un vestido nuevo ! ..."

miércoles, 1 de julio de 2009

Casas


Como casi todas las tardes, he ído hoy también a la casa de mis padres, ahora que ellos no están (cada uno por un motivo).

Abro la verja y me asomo al jardín solitario, sabiendo que nada habrá cambiado de ayer a hoy. El cerezo que planté cuando mi padre aún vivía prosigue su camino hacia los cielos, creciendo fuerte aunque sus raíces se asientan sobre escombros. Un milagrito de la naturaleza.

Entro en casa y merodeo por cada habitación antaño llenas de vidas de todas las edades. Allí hemos llegado a cohabitar diez personas, a veces once o doce, aunque esa cifra no soy consciente de haberla compartido. Imagino que por algún rincón, o bajo los armarios, se esconde la voz de una tía abuela, menudita de cuerpo como una nena de ocho años. Cuando ella tenía ochenta y yo cinco, me hacía sentarme a su lado sobre un baúl y me decía que íbamos en un tren, rumbo a su pueblo. Ella lo creía de verdad y para mí era un juego.

Me siento en el sillón de mi madre junto al balcón y la llamo por teléfono, para decirle que por aquí todo anda bien, hasta los recuerdos están en su sitio, pero ésto me lo callo, no sea que me crea triste cuando no lo estoy.

Huelo sin intención de hacerlo, porque cada hogar tiene su propio aroma y resulta que éste me va a acompañar toda mi vida. No me asusta el crujir de la escalera de madera, ni la corriente de alguna ventana semiabierta: es mi casa. Aunque habite otras y las haga mías a golpe de amor y de lágrimas, ésta será mi casa siempre, o, al menos, hasta que lance su último aliento el último de los habitantes que abrazó entre sus cuatro paredes.