
La Feria del Libro de Madrid ha finalizado y yo pude -menos mal - pasearla dos mañanas muy bien aprovechadas.
La primera, en un dia gris de cielo y de diario, en un ir y venir apretado, pues sólo disponía de un par de horas para arramplar con lo que tenía apuntado en mi cuadernillo (esta vez no moleskine, sino muji japonesa adquirida en una tienda muy in de la calle Fuencarral). Desde hace años sigo un propósito ante la abundancia de casetas imposibles de atender: anoto las editoriales de mi interés y voy derecha a ellas según el plano que recojo en Información. Después, si me sobra tiempo, bailoteo por otras y me dejo querer por ellas, o las quiero yo si me sorprenden gratamente.
La primera mañana, como digo, tuvo sus frutos y tuvo encanto, pues me salió al paso con una lluvia fina y fresca que me obligó a buscar cobijo en una terraza techada, donde bebí algo al tiempo que saboreaba mis adquisiciones in situ. Algunas poesías de Renacimiento y Visor, algún volumen de Alba y Pre-textos... en fin.
La segunda visita fué el sábado 14. Mañana soleada de firmas y colas interminables que yo, por fortuna, no hice. Allí estaba un Ken Follet sonrosado y sonriente, Carmen Posadas y su hermano Evaristo, que comparten libro culinario, Matilde Asensi, Leopoldo María Panero, César Vidal y Jiménez Losantos, Cornelia Funke en la caseta de Siruela, Almudena Grandes, y otros tantos mas de los que lamento no poder contar nada.
Pero hete ahí que en la caseta 190 presentaba Andrés Trapiello una serie de obras de la colección La Veleta, además de firmar, por supuesto, su último diario, La Manía. Cuando me acerqué a echar un vistazo no había mas que un parroquiano dándole charla, y me situé detrás suyo, por si al final me decidía a saludarle. Dudé si marcharme o no, a fin de cuentas no llevaba conmigo mi ejemplar para que estampara su firma, ni tenía la intención de comprar otro. Mi hermana, que me acompañaba, me empujó materialmente encima del mostrador, y me dejó a solas para que le dijera lo que quería decirle, que fué, a fin de cuentas, una retahíla deshilvanada de frases confusas, pues confusas eran mis intenciones : que si yo recién empezaba a conocerlo como lectora, que lo sentía, y para liar un poco mas mi perorata, le conté por encima lo que me había pasado hacía unos dias con su página 158 (relatado en la penúltima entrada de este blog).
El hombre, sin saber qué responder, me dijo que serían los fantasmas, y ambos nos reímos, yo deshaciendo la idea en el aire con un movimiento de manos.
Al despedirme tuve la certeza de que él no comprendió mi acercamiento, cosa lógica, como he comentado, pero me sentí desilusionada porque él no hubiera sabido leer en mi interior. Ya se sabe que esta queja es frecuente en las mujeres respecto a los hombres: "decimos una cosa pero está clarísimo que queremos la contraria y parece mentira que seas tan torpe de no entenderlo." Ya es rizar el rizo pretender que un señor que me acaba de conocer y que estará hasta las cejas de mujeres cotorras o insulsas, sepa entrever que, detrás de mis palabras atropelladas y nerviosas, se escondía un muy mucho de timidez y una cierta admiración.
Pobre de mí, y pobre de él, caramba.
Poco recuerdo de sus comentarios, en cambio sí tengo la imágen de una sonrisa blanca y entregada, una cabeza mas canosa de lo esperado, y unos ojos deseosos de cerrar el chiringuito y marchar a casa. Se notaba a cien leguas que estos menesteres promocionales son de su poquísimo agrado .
Por estas extrañas casualidades que presenta la vida y que ya me van llamando la atención mas de la cuenta, resulta que en otra caseta situada casi enfrente de Trapiello, aunque oculta a su vista por unas barracas de periódicos y kioskos de bebida, firmaba también el periodista y escritor Juan Cruz. De todos es sabido la inquina que se profesan ambos, parece ser mas por parte de Cruz que de Trapiello. Caminando delante de él pude observar que se encontraba entre sombras, medio oculto tras los libros y que en esos momentos ningún fiel lector reclamaba su rúbrica.
Lo miré largamente y él me miró también, pero nada le dije y eso pareció extrañarle ; lo único que hubiera podido transmitirle es el desagrado que me produce oir sus opiniones por lo general, y que, además, no he leído ninguno de sus libros. No me pareció oportuno, por tanto, iniciar conversación tan agria con él y sus ojos parecían intuir mis pensamientos, pues su mirada, torva de por sí, íba tomando matices de víbora a punto de atacar.
Pocos minutos después paseaba una (como diría Trapiello) bajo la estatua del Angel Caído, de Bellver, que está en uno de los paseos del Retiro, no muy lejos de la Feria. Ese ángel representa la primera guerra de los cielos, los ángeles caídos en desgracia divina y expulsados por el pecado del orgullo y la vanidad, entre otros. Pensé en cuánto de orgullo y soberbia habría dentro de los corazones que allí firmaban en ese momento, cuántas envidias y descréditos. No dudé tampoco de las buenas intenciones y querencias que muchos se dispensan y de las que soy conocedora.
Todo ello se me antojaba un Cielo Literario en el que, como tal, sería deseable encontrar unicamente las bondades divinas que se presupone a cualquier Arte. Sin embargo, y para no pecar de ingenua, no le queda a una mas remedio que admitir los trompazos de algunos angelitos desterrados en estas escaramuzas celestiales y, como mucho, barrer del suelo sus plumas antes de que tornen negras y hediondas.