
Cuando se echa un vistazo a la Historia, es fácil comprobar lo que supuso para algunas culturas las invasiones de otros pueblos. En esta España nuestra, mi querida España cantada por Cecilia, tenemos lúcida muestra de ello; practicamente no hubo respiro que durase un siglo sin que cruzaran estas lindes toda suerte de aguerridos aventureros con fines de diversa índole, que no es menester tratar aquí y ahora. Roma, Cartago, Damasco, pueblos intermedios que dejaron su huella grabada a fuego en nuestros rostros y nuestras costumbres...
O tempora, o mores. Cicerón me habla al oído.
Lo magnífico de estas invasiones es que se producían de forma prolongada en el tiempo, a la chita callando casi siempre, en oleadas en apariencia inocuas. Cuando uno se quería dar cuenta, ya habían pasado varias generaciones de raigambre efectiva, y los nuevos retoños ya no se llamaban Tulio ni Octavio, sino Witiza y Egica, y mas tarde, Hassan, Esther, Zahara y Salomón...
Pero yo no quería hablar de éstas sino de muy otras invasiones. Aquéllas me las han recordado un cierto tipo de amenza que está sufriendo mi hogar de un tiempo a esta parte. Se produce por oleadas calmas, un dia sí y otro no, en espera taimada para cogerme desprevenida y segura, conformada ante lo que se me muestra inevitable. Cuando he sido plenamente consciente, mi casa ya no es mi casa, no reconozco el salón ni la mesa del despacho, incluso la cocina muestra signos evidentes de mutar sus funciones. Los peldaños de la escalera que lleva a la terraza no son ya de madera, sino de otro material mas endeble y ordinario.
Todo parece otro y el aire se enturbia de tintas complejas.
¿Cómo he dejado cruzar mis fronteras a esta turba malsana e infame de papeles? Hojita a hojita su presencia es ya una invasión real. Mucho me temo que haya de abandonar mi hogar con un hatillo minúsculo al hombro, para que ellos se enseñoreen y planten su pendón en estas tierras, con el orgullo de los conspiradores.
¿Hasta cuándo, Catilina?