
A veces una se encuentra reflexionando inconscientemente sobre pequeñas cosas de su vida, que luego resultan no ser despreciables en absoluto.
En uno de estos pensamientos al vuelo me he hallado cavilando sobre los afectos y querencias que tenemos a determinados objetos y gentes de nuestro entorno. Cuando era niña tenía un apego absoluto a "mi lápiz, mi reloj verde, mi pañuelo, mi madre, mi padre, mi hermana R., mi abuelo, mi amiga E., mi perra ..." Es decir, tenía un sólo elemento en cada compartimento al que adorar y cuidar y aquellas sensaciones me parecen ahora fantásticas.
Con la juventud, el abanico se hizo mas y mas amplio; florecieron amigos, relojes, las hermanas mayores que antes estaban fuera de mis juegos y mi mundo. El pañuelo de tela de flores que mi madre guardaba en mi manga para limpiarme los mocos quedó desterrado y sustituído por kleenex con olor a menta que ya no limpiaban mocos, sino exceso de colorete. Mi abuelo murió y mi perra Lita dejó paso a una larga lista de mascotas.
Con la juventud empecé a desear muchas mas cosas y mas gentes, en progresión geométrica, creyendo que tanto abuso era necesario. Pero no lo era, sólo significaba una expansión atolondrada y una búsqueda de lo desconocido. Tanta querencia repartida no podría ser muy profunda.
Con la madurez, vuelvo poco a poco a simplificar mi vida, consciente de que algunas abundancias traen mas quebrderos de cabeza que otra cosa, y sueño con desprenderme de incómodos lastres. Quisiera volver a tener mi reloj, mi boli, mi pañuelo, mis gafas de sol...Pocas pertenencias y muy amadas.
Eso, en cuanto a objetos inanimados, que de los que tienen alma, tengo muy claro que quiero a cierta gente y que la quiero mucho.