
Por mi calle pasea con frecuencia un tipo de mediana edad, deficiente mental. Su aspecto es corriente, anodino; si se le mira bien parece un cura vestido de paisano, con gafas de montura anticuada y premura en los andares, como si siempre llegara tarde a dar su misa diaria.
Resulta que el buen hombre, con esa tendencia inexplicable al daño, a lo prohibido, a la picardía, que dota la Madre Naturaleza a esas mentes incompletas (ellos no tienen culpa alguna, bien se sabe), como digo, resulta que el buen hombre camina por la acera insultando a todo parroquiano que se le cruza .
Para las mujeres, siempre las mismas flores: ¡ guarra, puta !
A los hombres: ¡ cabrón ! (Es curioso, a ellos con mucha menos frecuencia).
La primera vez que me insultó, hace ya unos meses, no caí en su fisionomía en absoluto; sólo oí el improperio con fuerte voz masculina y pensé ¿pero qué llevo puesto, qué se me marca, llevo algún botón abierto? Nada de eso me parecía probable observando mis vaqueros y una camiseta de verano, carente de estridencias.
Me giré para mirar la espalda del macho ibérico que tan gratuitamente me había ofendido y sus andares y su perfil me sacaron de la duda. Pobre hombre -me dije.
En adelante, cuando lo encontraba frente a mí, ya sabía a qué atenerme y aguardaba con placidez la dulce palabrita.
Esta mañana, en cambio, casi me ha hecho un favor, no hay mal que por bien no venga.
Nos hemos cruzado al pasar un semáforo y me ha soltado bien alto: ¡ GUARRA !
Yo he seguido mi camino sin inmutarme, pero los demás viandantes quedaron perplejos, asustados por el vozarrón y lo injusto del tratamiento (alguno quizás haya pensado que ese individuo y yo teníamos cuentas pendientes, quién sabe...)
A mi lado caminaba un chico joven, al menos mas joven que yo. Le debió dar tanto apuro poniéndose en mi lugar, que me dijo: no le hagas caso, creo que es un tarado.
- Si, no te preocupes, lo conozco de hace tiempo y siempre hace igual- le contesté yo mientras me encontraba, con gratísima sorpresa, con un par de ojazos color miel y una sonrisa encantadora. Así fuímos caminando un buen trecho, calle abajo, en un intercambio de pareceres sobre el mundo y sus gentes, yo intercalando palabras atropelladas con silencios torpes, él contándome que era psicólogo y otras cosas.
De pronto fuí consciente de que estaba toda ruborizada, lo mismito que una de esas damiselas decimonónicas que asoman su dulzura en las páginas de Flaubert.
- Pero serás idiota - me dije - a tus taytantos y a estas horas.
Bajé instintivamente la cabeza (repito lo de Flaubert) para volverla a levantar sólo cuando le oí decir:
- bueno, pues hasta otro día.
Y en ese momento tuve una explosión inconmensurable de vanidad al comprobar, en sus facciones, el mismo rubor incandescente y unos ojos melosos que me decían adios, complacientes y con placer.